Practicando ortogafía: la tilde
En el post de hoy, te proponemos un texto sin acentuar con el objetivo de que seas tú quien coloque las tildes necesarias. ¡Adelante!
Texto:
En el jardin de la vieja casa de mi abuelo siempre habia muchos caracoles. Cuando eramos pequeños mis primos y yo pasabamos el rato observando sus lentos movimientos, viendo como se relacionaban entre si o que comian. Uno de ellos llamaba nuestra atencion porque siempre permanecia inmovil y nunca salia de su concha, parecia que no queria saber nada del mundo o que le temia a algo, era un caracol ermitaño. Un dia de verano, en la hora de la siesta cuando mas calentaba el sol y toda la familia se refugiaba de los ardientes rayos solares entre las gruesas paredes de la anciana casa, yo sali al jardin dispuesto a jugar con el balon nuevo que me habia regalado mi tio. Mis primos, mas mayores que yo, no me lo habian dejado tocar en toda la mañana y tenia ganas de lanzar unos chutes. Una vez fuera empece a disparar el balon contra el muro que separaba el jardin de la calle, cada vez lanzaba mas y mas fuerte hasta que golpee con el balon la caja de herramientas del abuelo. Durante unos instantes me quede paralizado, pero pasada la primera impresion del estruendo que habia hecho la caja al desplomarse sali corriendo a recoger todas las herramientas que se habian repartido por el suelo, no queria llevarme una buena regañina. Al levantar un pesado martillo, descubri que debajo de el se encontraba el caracol ermitaño con su concha rota en mil pedazos, lo reconoci porque, dado su extraño comportamiento, mis primos y yo habiamos marcado su preciada concha con el pintauñas rojo de mi tia Elena. Pense que el caracol no podía haber salido con vida de aquel accidente, pero cuando fije mi mirada en el observe unos leves movimientos en su pequeño cuerpecillo, ¡era la primera vez que lo veia moverse! Poco a poco, el caracol empezo a recomponerse y a arrastrase lentamente por la tierra deslizandose entre las hierbas que encontraba a su paso. En ese instante, oi la voz de mi madre que provenia del interior de la casa: -¡Miguel, a merendar! Entre corriendo y me olvide por completo del caracol para siempre. Hoy, no se por que motivo he recordado esta historia y pienso en que tal vez aquel caracol sin su concha no vivera demasiado tiempo, pero aquellos instantes en que vi al caracol rozar la tierra, con su cuerpo desnudo, me parecieron los mas intensos que debia haber vivido durante su existencia.
Solución:
En el jardín de la vieja casa de mi abuelo siempre había muchos caracoles. Cuando éramos pequeños mis primos y yo pasábamos el rato observando sus lentos movimientos, viendo cómo se relacionaban entre sí o qué comían. Uno de ellos llamaba nuestra atención porque siempre permanecía inmóvil y nunca salía de su concha, parecía que no quería saber nada del mundo o que le temía a algo, era un caracol ermitaño. Un día de verano, en la hora de la siesta cuando más calentaba el sol y toda la familia se refugiaba de los ardientes rayos solares entre las gruesas paredes de la anciana casa, yo salí al jardín dispuesto a jugar con el balón nuevo que me había regalado mi tío. Mis primos, más mayores que yo, no me lo habían dejado tocar en toda la mañana y tenía ganas de lanzar unos chutes. Una vez fuera empecé a disparar el balón contra el muro que separaba el jardín de la calle, cada vez lanzaba más y más fuerte hasta que golpeé con el balón la caja de herramientas del abuelo. Durante unos instantes me quedé paralizado, pero pasada la primera impresión del estruendo que había hecho la caja al desplomarse salí corriendo a recoger todas las herramientas que se habían repartido por el suelo, no quería llevarme una buena regañina. Al levantar un pesado martillo, descubrí que debajo de él se encontraba el caracol ermitaño con su concha rota en mil pedazos, lo reconocí porque, dado su extraño comportamiento, mis primos y yo habíamos marcado su preciada concha con el pintauñas rojo de mi tía Elena. Pensé que el caracol no podía haber salido con vida de aquel accidente, pero cuando fijé mi mirada en él observé unos leves movimientos en su pequeño cuerpecillo, ¡era la primera vez que lo veía moverse! Poco a poco, el caracol empezó a recomponerse y a arrastrase lentamente por la tierra deslizándose entre las hierbas que encontraba a su paso. En ese instante, oí la voz de mi madre que provenía del interior de la casa: -¡Miguel, a merendar! Entré corriendo y me olvidé por completo del caracol para siempre. Hoy, no sé por qué motivo he recordado esta historia y pienso en que tal vez aquel caracol sin su concha no vivera demasiado tiempo, pero aquellos instantes en que vi al caracol rozar la tierra con su cuerpo desnudo me parecieron los más intensos que debía haber vivido durante su existencia.